jueves, 21 de diciembre de 2017

¿En qué pienso estos días?


Una persona muy querida y cercana me preguntó el otro día en qué pensaba. Lo hizo después de salir de la operación en la que se extirpó un tumor que resultó, gracias a Dios, ser de naturaleza benigna. Este tiempo pasado en el hospital, acompañando a esta persona y viendo el sufrimiento de otras, me ha servido otra vez para darme cuenta de la cruda realidad del dolor.

El sábado falleció como consecuencia de un cáncer una de mis primeras ayudantes de laboratorio. Tenía previsto este lunes volver a casa desde el hospital para pasar la Navidad con sus hijos. Me enteré ese mismo lunes y desde entonces no puedo dejar de pensar en esa familia que acaba de perder a su madre.

Facebook me pregunta y quiere saber diariamente en qué estoy pensando.

Que ¿en qué pienso?

Hoy, a las puertas de la Navidad y tras muchos meses sin escribir nada, he decidido escribir unas letras sobre lo que pienso.

Pues que mucha gente, atolondrada por la vorágine del quehacer de cada día, vive sin distinguir lo importante de lo que no lo es.

Que eso mismo es lo que le pasa a los adolescentes. Centrados en ellos mismos y con la sola preocupación de cómo pasarlo mejor.

Y, no, el trabajo no es lo más importante.

He comprobado que cuando la gente llega a ciertas edades, a no ser que sufran de una ambición desmedida, saben colocar la profesión en el lugar que le corresponde. El trabajo es sólo un medio para poder cubrir nuestras necesidades y la de los nuestros.

Que la religión o la creencia o no en un dios tampoco es importante. Estoy convencido de que es una invención humana y útil destinada a anestesiar el dolor de sabernos criaturas mortales condenadas a desaparecer y con un efecto parecido al que produce el uso de la homeopatía. Puro placebo. Marx pensaba que era la clase dominante la que ofrecía ese opio al pueblo para someterlo y engañarlo prometiéndole la dicha y felicidad eterna tras el paso por este mundo miserable. Yo creo que no hace falta que nadie nos ofrezca esa anestesia. La buscamos nosotros mismos, aunque nuestra vida no sea tan precaria como la de un proletario ruso del siglo XIX, y lo hacemos para adormecer el pensamiento de que vamos a desaparecer. El creer que seguiremos viviendo, que nuestra consciencia no va a ser exterminada cuando definitivamente desfallezca nuestro cuerpo, es un pensamiento muy reconfortante y esperanzador, aunque sea falso y no haya manera humana de demostrar o mostrar que el hombre, a diferencia, de otros animales, posea un espíritu capaz de sobrevivir el desastre de la destrucción del cuerpo y de la muerte. De todas maneras sigo pensando que la religión, en su faceta humana, puede ayudar y de hecho ayuda a muchas personas.

Pienso que los sentimientos de unión familiar son los mismos que muestran otros animales y que son dictados por la naturaleza en su afán de perpetuar y conservar la vida. De la misma manera que el enamoramiento y el placer sexual se incluyen entre los trucos que la Naturaleza esconde en su maleta de mago para reproducirse. Pero que nadie se llame a engaño, eso no significa que yo no considere esos sentimientos buenos, verdaderos y deseables.

Es el reconocernos criaturas iguales a otras y que estamos destinados a desaparecer y saberlo. Eso, a algunos, nos produce una especie de angustia existencial. Lo escribió Pascal en sus Pensamientos:

«El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza: pero es una caña que piensa… Pero, cuando el Universo lo destruye, el hombre es todavía más noble que quien lo mata, porque sabe que muere, mientras que el Universo no sabe la superioridad que tiene sobre él. Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento.»

Y con Pascal, desde hace años, me veo pequeño, insignificante, un bicho más destinado a desaparecer pero, a diferencia de otros bichos, me doy absolutamente cuenta de ello.

«Cuando considero la breve duración de mi vida, absorbida en la eternidad que la precede y la que la sigue, el pequeño espacio que lleno y cuando, por lo demás, me veo abismado en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran, me aterro y me asombro de verme aquí antes que allá, ya que no hay razón porque esté aquí antes que allá, porque exista ahora más que entonces. ¿Quién me ha puesto aquí? ¿Por orden de quién me han sido destinados este lugar y este tiempo? El silencio eterno de los espacios infinitos me aterra, ¡cuántos reinos nos ignoran!».

Comprendo que estas abstracciones y  pensamientos no nos ocupen todo el día. De ser así, estaríamos –al menos yo- continuamente dominados por una angustia existencial y un profundo sufrimiento síquico. Por eso, no sé si debo envidiar a la mayoría de las personas sumergidas hasta el cuello en las tareas cotidianas y, de este modo, alejadas de estos inquietantes pensamientos.

¿Qué nos queda entonces?

Lo podemos encontrar en Mateo 22:39.

Amarás a tu prójimo como a ti mismo

Y aunque la persona a quien se atribuye esta frase, la acuñó como un mandamiento muy principal, semejante en importancia al de amar al propio Dios sobre todas las cosas, yo la veo como una recomendación muy apropiada para poder sobrellevar de manera digna nuestra condición de mortal.

Desde una perspectiva material y naturalista, el amor y la preocupación por los demás es lo único que va a dar sentido a nuestra vida y nos va a salvar de la desesperación. 

Prueba a encontrar qué otra cosa o pensamiento podría hacerlo.

Amar, y la consecuencia inevitable de sentirse amado, es lo único que nos va a hacer felices y nos ayudará a sobrellevar esta porquería de vida.

Pues yo sí, sin vergüenzas, miedos o reparos, voy a celebrar durante estas fechas el nacimiento, hace más de dos mil años, del maestro que nos enseñó ésta máxima, la más importante del cristianismo y el consejo que puede dar sentido a nuestra vida y hacerla mucho mejor.

Así pues,

¡Feliz Navidad!