miércoles, 22 de febrero de 2017

Reflexiones de una mañana de febrero



Para darnos cuenta de la verdad de quien somos sólo hay que desnudarse y plantarse de cuerpo entero frente a un espejo. ¿Qué nos diferencia de nuestros primos los chimpancés o bonobos? ¿Que tenemos menos pelo? Poseemos las mismas estructuras anatómicas, semejantes órganos, tejidos y tipos de células y compartimos idénticas funciones fisiológicas. Nacemos, nos reproducimos, orinamos, defecamos y morimos como es común en el resto del reino animal, y nos conducen los mismos instintos que aseguran nuestra reproducción y supervivencia. ¿Qué nos hace pensar pues que somos diferentes?

El hecho de que poseamos una inteligencia más desarrollada y que nos haya permitido conquistar el medio donde vivimos no es razón para pensar que seamos distintos al resto de los animales. Ni siquiera estoy de acuerdo con la expresión “animal racional” para referirse al hombre. Podíamos dejarlo en “animal más racional que otros”, porque la inteligencia no es exclusiva de la especia humana. Se encuentra en grados dentro del reino animal y existe una amplia variedad de experimentos que muestran la capacidad de razonamiento abstracto (hasta hace poco atribuida sólo al hombre) que han desarrollado algunas especies. La inteligencia es una habilidad que se presenta en diversos grados en el reino animal, al igual que existen grados en la capacidad de volar, o en ver mejor o peor en la oscuridad.

No creo que el hombre fuera creado por ningún Dios a su imagen y semejanza. Somos imagen y semejanza de otros animales que vemos dando saltos por la selva. Esos son nuestros semejantes, con quien compartimos un ancestro común. Hemos sido nosotros quienes hemos creado a Dios (y no sólo a uno) según nuestra imagen. Es el Dios que aparece en la Biblia actuando y mostrando las mismas pasiones que un hombre, y los dioses del Olimpo entregados a sus intrigas, luchas y fogosidades amorosas. 


A ese Dios tan humano que aparece en la Biblia se le fue poco a poco divinizando. Es a Platón, en su esfuerzo por comprender la naturaleza divina, a quién debemos el nacimiento de la disciplina denominada Teología y que tiene como objeto de estudio a Dios y el de las cosas divinas. Este intento racional de estudiar la divinidad no es exclusivo de las religiones abrahámicas, también lo encontramos en las mitologías greco-romana, egipcia y germánica. Pero es en el cristianismo donde alcanzó su cénit esta disciplina, que tiene como objeto de estudio un ser inventado y a quien se le da vueltas y más vueltas intentando justificar lo injustificable, construyendo castillos de naipes, e intentando explicar lo inexplicable. Un sinsentido al que profesores entendidos de aspecto serio y apariencia respetable han dedicado por completo sus vidas. Estoy de acuerdo con Sam Harris cuando dice que esta idea, la de Dios, es una de las sinrazones más alucinantes que nos podemos encontrar en la historia del pensamiento humano. Y estoy de acuerdo con S. Tomás y el tomismo, en que se puede llegar partiendo de las criaturas a la ida de Dios, aunque no sea el Dios existente, sino ese imaginario, que los hombres hemos creado y a quien atribuimos todas las características que nos parezcan oportunas y que “cuadren” con la estructura de nuestro pensamiento.

Esa idea no es más que una pirueta malabarista, un truco de prestidigitador, un sueño, un espejismo, la explicación para lo que no alcanzamos a comprender, un deseo proveniente de la mezcla entre nuestras ansias de eternidad y la impotencia de sabernos mortales, animales conscientes de que están destinados a desaparecer.