viernes, 28 de febrero de 2014

Acto primero: La lenta entrada en el berenjenal


En el capítulo anterior partimos desde la época dorada de la escolástica y recorrimos los pasos que originaron el derrumbe de la metafísica y la filosofía llamada por algunos “cristiana”. Pero ¿cómo fue posible el florecimiento de esta filosofía en la edad media? ¿Qué sucedió para que esta disciplina del saber, que se encontraba en un proceso de independencia con respecto a la mitología, se ligara de nuevo al fenómeno religioso y derivara en occidente en una teología dogmática que se usaría en los concilios de la Iglesia Católica para apuntalar su credo? 

https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh8y6XbACApDTN6u62agbdv5H_MD1hdppfQgrs-dIOL5xGT6UbYjIQNTaZbUcTnzbV-XWEzS8sANr9_dbZn8sOcsXjjZ1l3am5dlxwUK2N5K4-MKdk_6k-WWIPsYIXCF0-WoZ6d2t-uQo4/s1600/alejandria_foto.jpgPara encontrar las raíces de esta historia debemos viajar a Alejandría, la opulenta ciudad fundada por Alejandro Magno en el siglo IV antes de Cristo en la parte noroccidental del delta del Nilo y que por muchos años fue centro de la cultura greco-romana. Fue una de las ciudades más importantes del Mediterráneo y el centro cultural más grande y famoso de la antigüedad. Bajo el mandato de Ptolomeo I, se fundó un centro científico-filosófico a modo de Universidad donde residían sabios de todo el mundo quienes desarrollaron el saber en campos tan distintos como la gramática, la retórica, la medicina, la geografía, las matemáticas, la filosofía, la astronomía y la alquimia. Allí vivieron y cultivaron el saber mentes tan brillantes como las de Arquímedes, Euclides, Aristarco de Samos, Herófilo de Calcedonia, Apolonio de Pérgamo, Ptolomeo, el médico Galeno y muchos más. Se estima que su famosa biblioteca contenía alrededor de 400.000 volúmenes.

Supongo que el ambiente cultural que se respiraría allí podría compararse al que se vive hoy en las mejores universidades e institutos del mundo como Harvard, Stanford, Berkeley, MIT, Oxford, Cambridge, Caltech y Princenton, aunque todo él concentrado entre los muros de una sola ciudad de la costa mediterránea.

Protegidos por la tolerancia hacia las religiones que existía en este ambiente pagano floreció también la comunidad judía que se había establecido allí tras la conquistad de Jerusalén por Nabucodonosor II. Mucho después, alrededor del año 150 a. C., vivió en la ciudad un filósofo judío seguidor de la escuela aristotélica llamado Aristóbulo. En este hombre podemos encontrar el primer intento de aunar el saber filosófico griego con la fe judaica al intentar demostrar que la filosofía griega se basaba en las Sagradas Escrituras. Fue precisamente en Alejandría donde se tradujeron las Sagradas Escrituras del hebreo y arameo al griego (versión de los LXX). 

http://nihilnovum.files.wordpress.com/2011/11/filon.jpgLa ciudad albergó a otro filósofo judío con el que culminaría la influencia helenística en la religión judía, se llamaba Filón y fue coetáneo de Jesús de Nazaret (20 a.C.-45/50 d.C.). Filón de Alejandría, quizá como respuesta a las críticas sobre ciertos pasajes de las Sagradas Escritura, propuso la interpretación alegórica de las mismas, algo que la larga tradición de filósofos griegos había hecho ya con los mitos poéticos de Homero y Hesíodo, considerados inspirados por la divinidad. Siguiendo en la línea de rechazo de Sócrates de las divinidades, dejó escrito Platón en el segundo libro de su República que los niños no deberían ser expuestos a los mitos sobre los dioses porque no están aún capacitados para distinguir el significado superficial de uno más profundo. Filón recogió e reinterpretó algunas alegorías griegas en clave judía y rechazó el que en la poesía mitológica griega subsistiera la verdad. Se acercó a las Sagradas Escrituras utilizando el mismo método de interpretación alegórica de sus contemporáneos pero, sin justificación aparente, aceptó para los textos de la Torá lo que había negado a la tradición mitológica griega.

En Filón encontramos también una nueva utilización del antiguo concepto del Logos de los antiguos y que había tenido varios y confusos significados. Logos era al mismo tiempo ley, discurso, narración, palabra, razón, pensamiento, inteligencia, fundamento, energía y poder. Para los estoicos fue el principio racional del Universo, la ley universal a la que identificaban con Zeus. Filón puso en lugar del Logos a la sabiduría divina, el intermediario entre el mundo y Dios, a medio camino entre la divinidad y los hombres. Aunque existe una polémica sobre si el Logos helénico es el mismo que el que aparece en el llamado prólogo del Evangelio de San Juan (traducido como verbo), no parecería extraño que el evangelista hubiera utilizado este concepto para explicar la naturaleza del Enviado o Mesías. Algunos autores, afanados en desligar al cristianismo de toda traza de origen helénico desaprueban esta interpretación y encuentran el origen de la expresión en las referencias a la sabiduría de Dios en los libros sapienciales del Antiguo Testamento. Como veremos más adelante, los primeros apologistas cristianos identificarán a Cristo con el Logos, lo que apoya la hipótesis de que Juan en su Evangelio pudiera haber hecho lo mismo.
  
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/3/32/P52_recto.jpg"1En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. 2 Este era en el principio con Dios. 3 Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. 4 En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres."
 Según algunas dataciones, el texto fue escrito alrededor del año 90 d.C. en el seno de la comunidad cristiana establecida en Éfeso.Tras la muerte de Jesús de Nazaret, el cristianismo comenzó a extenderse por toda la cuenca mediterránea y el encuentro con la cultura greco-romana fue inevitable. El acercamiento del cristianismo a la filosofía lo podemos encontrar ya en vida del apóstol San Pablo en su discurso en el Areópago de Atenas ante filósofos estoicos y epicúreos. Allí Pablo intenta utilizar conceptos de la filosofía griega para explicar el Evangelio y lo hace de manera que no dejar lugar a dudas de su cultura al citar a Epiménides: “porque en El vivimos, nos movemos y existimos”,  y a los estoicos Arato y Cleantes: “porque linaje suyo somos”. El intento se frustró cuando al llegar a la proclamación de la resurrección de Jesucristo, los sabios que atendían a su discurso se burlaron de él y lo despidieron diciendo que ya le oirían hablar de esto en otra ocasión. Fue probablemente este episodio el que llevaría a Pablo a abandonar el intento de utilizar la razón y a romper con la sabiduría griega. La reacción la podemos encontrar en el discurso radical de su primera carta a los corintios y que merece la pena leer de nuevo:
 17 Pues no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el evangelio; no con sabiduría de palabras, para que no se haga vana la cruz de Cristo.” 18 Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios. 19 Pues está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios, Y desecharé el entendimiento de los entendidos. 20 ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el disputador de este siglo? ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo? 21 Pues ya que en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación. 22 Porque los judíos piden señales, y los griegos buscan sabiduría; 23  pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura; 24 mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios. 25 Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres. 26 Pues mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; 27 sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; 28 y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, 29 a fin de que nadie se jacte en su presencia. 30 Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención; 31 para que, como está escrito: El que se gloría, gloríese en el Señor”.
Aunque en los escritos de Pablo se puede observar la influencia del helenismo, que es para algunos la razón de que sus explicaciones sean obscuras y difíciles de entender, está claro que tras el episodio relatado el apóstol abandonó la idea de que el cristianismo se pudiera argumentar razonadamente ante los filósofos. No todo el cristianismo sucumbió a la racionalización de la época. Celso, un filósofo griego que vivió en el siglo II, escribió su furibundo “Discurso verdadero contra los cristianos” esperando convencer de su error a los que poseyeran algunas luces:
“La equidad obliga, no obstante, a reconocer que hay entre ellos gente honesta, que no está completamente privada de luces, ni escasa de ingenio para salir de las dificultades por medio de alegorías. Es a éstos, a quienes este libro va dirigido propiamente, porque si son honestos, sinceros y esclarecidos, oirán la voz de la razón y de la verdad, como espero.”
Celso constata que la mayoría de los seguidores de esta nueva religión son analfabetos incultos, pobres e ignorantes a los que acusó de supersticiosos y de traidores a la tradición. Esta apreciación, junto con la primera carta de Pablo a los corintios hace difícil definir al cristianismo como una naciente doctrina filosófica, similar a las corrientes de pensamiento de la época, aunque se encontrara de lleno en el centro de mira de las disputas filosóficas. 

El intento de racionalizar la fe no acabó con el episodio protagonizado por Pablo en el Areópago. Para seguir con nuestra investigación debemos trasladarnos a Éfeso, la ciudad donde Pablo fundó una comunidad cristiana que acogería al evangelista San Juan y donde parece que se escribió su evangelio. En ese lugar, años más tarde, se convertiría al cristianismo un filósofo de ascendencia y educación griega nacido en la ciudad que en el Antiguo Testamento aparece con el nombre de Siquem (actual Nablus en Cisjordania). Se trata de San Justino mártir y es considerado como el primer apologista cristiano. Justino siguió varias doctrinas y se adhirió al platonismo antes de su conversión a la que él llama –tómese nota- la verdadera filosofía. Justino, como Filón de Alejandría, estaba convencido de que la idea de Dios en la cultura griega había sido influenciada por el Pentateuco de Moisés, una teoría que en su tiempo fue argumentada con una supuesta visita de Platón a Egipto donde habría tenido la posibilidad de conocer la Sagrada Escritura. A este respecto, Numenio de Apamea, filósofo griego asentado en Siria y precursor del neoplatonismo escribió también por las mismas fechas que Platón había sido el Moisés de la antigua Grecia.

Aunque Justino, como Pablo, distingue entre cristianismo como religión fundada por Dios y el saber filosófico proveniente de los hombres, estamos observando al cristianismo incipiente mezclarse con el saber filosófico con el peligro de ser confundido y tratado como una nueva doctrina filosófica. De hecho en su vertiente práctica el cristianismo se asemejaba bastante al estoicismo y en la teórica a la metafísica del platonismo. Existe una obra de Justino llamada “Diálogo con Trifón” en la que el santo describe su peregrinar por las distintas corrientes filosóficas de la época hasta dar con el cristianismo. En este diálogo existe un texto muy esclarecedor. 

Le pregunta Justino al judío Trifón:
-¿Qué tanto provecho -le dije yo- esperas tú sacar de la filosofía, que se pueda comparar al que encuentras en tu propio legislador y en los profetas?
-¿Pues qué? -me replicó-, ¿no tratan de Dios los filósofos en todos sus discursos y no versan sus disputas siempre sobre su unicidad y providencia? ¿O no es objeto de la filosofía el investigar acerca de Dios?
-Ciertamente-le dije-, y ésa es también mi opinión; pero la mayoría de los filósofos ni se plantean siquiera el problema de si hay un solo Dios o hay muchos, ni si tienen o no providencia de cada uno de nosotros, pues opinan que semejante conocimiento no contribuye para nada a nuestra felicidad...
-Y tú -me dijo-, ¿qué opinas sobre todo esto, qué opinión tienes de Dios, y cuál es tu filosofía?
-Sí-respondí-, yo te voy a decir lo que a mí parece. La filosofía, efectivamente, es en realidad el mayor de los bienes, y el más precioso ante Dios: ella sola que nos conduce y nos une a Él. Y son hombres de Dios, a la verdad, aquellos que se aplican a la filosofía. Ahora, qué sea en definitiva la filosofía y por qué les fue enviada a los hombres, cosa es que se le escapa a la mayoría; pues en otro caso, siendo como es ella ciencia una, no habría platónicos, ni estoicos, ni peripatéticos, ni teóricos, ni pitagóricos.
Más adelante relata Justino su conversión al cristianismo tras un encuentro fortuito con un anciano con el que entabla una conversación acerca de la filosofía y de Dios. 

En Justino encontramos otra vez la referencia al Logos. Aceptemos o no la tesis de que Juan en su evangelio aluda al concepto filosófico, hay que resaltar que Justino explica esta misma idea sólo unos cincuenta años más tarde de que este evangelio fuera escrito. Justino sostenía que Cristo era en verdad el Logos pre-existente del que había hablado Filón, el principio racional y universal de los estoicos. Esta identificación por el cristianismo del Logos de los filósofos con la persona de Cristo se puede ver confirmada también en los escritos de Celso:
“En vano, con abuso de sutileza, identificasteis al Hijo de Dios con el Logos divino”.
Justino no sólo identifica a Cristo con el Logos de los filósofos sino que, por extensión, declara cristiano a Sócrates, al razonar que este también poseía el Logos universal o razón que era Cristo. Para Justino incluso el mismo Cristo es un filósofo que enseña el camino recto con la predicación de una ley natural y una moral muy parecida a la que defendían los estoicos. 

El intento de explicar filosóficamente el cristianismo pudo ser la causa de que, muy pronto, se hiciera necesaria una apologética que defendiera a la nueva religión no sólo de los ataques del paganismo, sino también de las distintas interpretaciones y variaciones teóricas que se empezaban a originar desde su interior (herejías), siendo el gnosticismo una de las primeras y principales en aparecer. De acuerdo con Adolf von Harnack, esta situación habría derivado en una progresiva helenización del cristianismo. 
En Orígenes (185-254), discípulo de Clemente de Alejandría y considerado uno de los Padres de la Iglesia Oriental, podemos encontrar la recomendación del uso de la filosofía para la defensa, comprensión y explicación de la fe. En una carta a San Gregorio Taumaturgo escribe:

…yo quisiera que, como fin, emplearas toda la fuerza de tu talento natural en la inteligencia del cristianismo; como medio, empero, para ese fin haría votos por que tomaras de la filosofía griega las materias que pudieran ser como iniciaciones o propedéutica para el cristianismo; y de la geometría y astronomía, lo que fuere de provecho para la interpretación de las Escrituras Sagradas. De este modo, lo que dicen los que profesan la filosofía, que tienen la geometría y la música, la gramática y la retórica y hasta la astronomía por auxiliares de la filosofía, lo podremos decir nosotros de la filosofía misma respecto del cristianismo.”

Esta racionalización de las creencias religiosas sentaría las bases de una teología cristiana que, a la postre, desembocaría en la dogmatización de sus razonamientos filosófico-teológicos.



lunes, 17 de febrero de 2014

El comienzo de una guerra anunciada

 

Sobre las cuestiones planteadas en el capítulo anterior se ha ocupado y lo sigue haciendo hoy tanto la filosofía como la ciencia. Y la tendencia en nuestro tiempo es la de enfrentarlas, arguyendo que los campos de estudio y el método que utilizan no sean los mismos. Muchos científicos menosprecian por norma la reflexión filosófica, y existen todavía hoy filósofos que ven a la ciencia como una intrusa, hurgando sin permiso en las preguntas que les han pertenecido desde siempre. Al reflexionar sobre este conflicto siempre me ha asaltado el siguiente pensamiento: si la filosofía es la única disciplina capaz de contestar a las preguntas últimas, ¿a qué está esperando para hacerlo?

Hasta finales del siglo XVIII la mayoría de los científicos eran filósofos y los filósofos eran científicos. Los presocráticos, observando la naturaleza, se hacían las preguntas de las que se ha ocupado tradicionalmente la filosofía. Y hoy es imposible entender la naturaleza y los fenómenos físicos sin tener en cuenta los avances de la ciencia. Cuando ambas disciplinas se separaron estaba claro que existía una distinción fundamental entre ambas. Así como la ciencia intentaba entender y demostrar sus teorías sobre la realidad mediante observaciones y experimentos, la filosofía procedía de manera no empírica y su método se basaba puramente en el análisis conceptual. Fue la filosofía quién en occidente dio a luz al método científico y, aunque estableció las normas lógicas y las guías para proceder en el razonar, sabemos bien que esta disciplina es incapaz del conocimiento cierto por causas adquirido por demostración, es decir, no puede conseguir el grado de certeza lograda por el conocer científico. Este es el motivo por el que fuera posible el desarrollo y construcción de Metafísicas que, aunque lógicamente pudieran haber sido más o menos estables, tenían muy poco que ver con el mundo real. Es también la razón de que a lo largo de la historia hayan existido distintas corrientes, sistemas y escuelas filosóficas a menudo contrapuestas y que nadie haya podido determinar con certeza cuál sea la verdadera. 

Desde su nacimiento la ciencia ha acumulado un acervo de saber que, aunque sujeto a errores y correcciones constantes, constituye una línea inequívoca de conocimiento y que contribuye de manera innegable a nuestro entendimiento de la realidad en la que estamos inmersos. Así pues, hoy más que nunca, parece que se haya declarado oficialmente a la ciencia como la hija parricida de la filosofía y así lo proclaman sin escrúpulos muchos y conocidos divulgadores científicos. El fundamentalismo cientifista defiende dogmáticamente que el único modo de acceso del conocimiento a la realidad sea mediante la ciencia natural y, desde Comte, arrincona el saber filosófico a una mera reflexión sobre el hacer de las ciencias. Pero el conocimiento no puede prescindir de la filosofía. De todos es sabido que el estudio de realidades como la libertad, la responsabilidad, la moral, el derecho, el amor, la violencia, la sociedad, el deber y un largo etcétera no puede ser llevado a cabo del mismo modo como se realiza el estudio de la migración de las aves, la coagulación de la sangre o la fotosíntesis. Aunque hay algunos que piensan que así es, y existen ejemplos clásicos dónde la ciencia ha empezado a reclamar su participación en estas cuestiones. Una de estos temas, siempre de palpitante actualidad, es la cuestión del libre albedrío y que trataremos más adelante. 

La sociedad necesita de la filosofía para comprender y valorar las consecuencias del desarrollo científico y es imprescindible el desarrollo de una ética que legisle el poder casi ilimitado generado por el conocimiento científico. Creo no equivocarme al pensar que nadie desestima los esfuerzos de una ética que evalúe el actuar de la ciencia en campos como la manipulación de la reproducción humana, la clonación, la experimentación con animales o el desarrollo de armas biológicas y de destrucción masiva. No todo lo que se puede conseguir mediante la técnica debe ponerse en práctica. Pero no es aquí donde se encuentra la famosa controversia, sino en cuál sea la aproximación legítima para la contestación de las preguntas fundamentales que tradicionalmente se ha atribuido a la investigación filosófica. Es en este ámbito donde debemos permanecer. Es el problema tradicionalmente conocido en filosofía como el “criterio de demarcación” cuyos orígenes podemos encontrarlos en la antigua Grecia de Platón quien trató el problema del verdadero conocimiento; maduró con Kant al delimitar el campo de estudio de las ciencias experimentales y de la metafísica y culminó con el nacimiento del positivismo que renunciaba a toda filosofía entendida como Metafísica tradicional y que alcanzó su auge con el Círculo de Viena y su manifiesto de 1929. 

No podemos olvidar que el origen del conflicto entre filosofía y ciencia, la disputa sobre a quién le correspondiera qué campo del conocimiento y sobre los límites del mismo, se originó como una consecuencia de la evolución del pensamiento dentro de la misma filosofía. No pretendo hacer un elenco detallado de la historia de esta disciplina, ni estoy preparado ni poseo los conocimientos suficientes para ello. Sólo me ocupa el señalar a grandes rasgos y de manera sintética aquellos aspectos que me parecen claves para entender las causas de la separación entre filosofía y religión y que desembocará en el anunciado conflicto a tres bandas: filosofía-ciencia-religión.

La rama de la filosofía prototipo del enfrentamiento con las disciplinas científicas ha sido desde siempre la Metafísica tradicional. Definida como la filosofía primera, la ciencia del ser por sus principios últimos adquirida por la luz de la razón, tiene como objeto material la totalidad de los seres y su objeto formal, es decir, su aproximación a la realidad, trasciende a la de otras ciencias (trans-física) al definirla como el de las razones últimas o primeros principios. Con estas credenciales no es de extrañar que surgiera el encontronazo con las ciencias particulares sobre todo si los filósofos sucumbieran a la tentación de mirarlas por encima del hombro. La Metafísica vivó su edad de oro en la época de la escolástica, la corriente que intentó compaginar las verdades profesadas por el cristianismo con la filosofía grecolatina. Su máximo representante fue S. Tomás de Aquino cuya obra fue considerada en su día la cúspide del pensamiento en la labor de la demostración de las realidades sobrenaturales y de la existencia de Dios. De si consiguió o no su cometido hablaremos más adelante. 

Como ya hemos avanzado, el enfrentamiento entre filosofía y ciencia no apareció de improviso. La ruptura comenzó con los esfuerzos de la filosofía para desatarse de forma gradual de las ataduras del dogma religioso. Es precisamente dentro de la reflexión filosófica donde encontramos las primeras voces disidentes, dañando desde sus fundamentos la solidez de las construcciones escolásticas. Guillermo de Occam enarboló el estandarte de la reacción empirista y escéptica a la época dorada de las grandes síntesis teológico-filosóficas. Comenzó así la separación radical entre el mundo del conocimiento natural y el de la fe y empezó a observarse el surgimiento de un escepticismo justificado por las tesis nominalistas y que conseguía minar los hasta entonces seguros y sagrados edificios de la escolástica. En el Renacimiento se dio el giro copernicano que colocaba al hombre en el centro del espíritu creador y del conocimiento, expresando de manera gradual un profundo rechazo al dogma impuesto por las religiones y que había dirigido el esfuerzo de una cultura medieval centrada exclusivamente en la teología y la filosofía. Es la época de hombres como Leonardo da Vinci, quienes mediante la investigación experimental dotaron de un impulso nuevo a las ciencias particulares que, poco a poco, robarían a la teología el primado del conocimiento. En el terreno religioso se alzará el protestantismo como reacción a la autoridad corrupta y a los vicios de la Iglesia Romana de la época y las disputas filosófico-teológicas se convertirán en guerras cruentas que inundarían a la vieja Europa con la sangre de los mártires de cada bando.

Con la llegada de Descartes y el racionalismo se consuma el abandono de la concepción religiosa del Universo y comienza la filosofía moderna. Pero a pesar de la progresiva secularización de la filosofía, el materialismo no llegaría hasta mucho después. En Europa, el racionalismo se vio envuelto en la disputa llamada de “la comunicación de las sustancias”, es decir, en el modo en que el espíritu actúa sobre el cuerpo y viceversa. Decartes, Malebranche, Espinosa y Leibniz dedicaron parte de su vida a resolver este problema llegando a soluciones diferentes y en las que todavía no se negaba ni la existencia de Dios ni la del espíritu. Los representantes del empirismo inglés comenzaron a plantearse el funcionamiento del conocimiento y, en contra del racionalismo europeo, rechazaban la existencia de ideas innatas. Fue Locke el que esgrimió la máxima latina de los tomistas “nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu” (nada hay en el intelecto que no haya pasado antes por los sentidos) para comenzar a explicar el funcionamiento de nuestra maravillosa máquina de pensar. Berkley se quedó encerrado en la suya, negando la realidad exterior y creyendo que las cosas existen sólo cuando son percibidas por un sujeto pensante. Hume, ateo declarado a medias por miedo a las críticas y la persecución de la época, argumentó la imposibilidad de saber nada cierto sobre Dios o el alma, ya que no existe impresión o experiencia empírica alguna de estos conceptos. También arguyó en contra del diseño inteligente, la demostración sobre la existencia de un creador basada en el orden del mundo y que se encuentra tan de moda entre los cristianos fundamentalistas americanos. Fue, probablemente, uno de los filósofos de la época más interesado en encontrar un origen natural al fenómeno religioso. 

Si bien en su “Crítica de la razón pura”, Immanuel Kant asestó definitivamente la puntilla a la Metafísica y a la imposibilidad de tratar de manera científica las ideas de Dios y el alma, aceptó como posible y necesaria una aproximación a ellas desde la razón práctica. Este rechazo de la metafísica paralelo al de la religión crecería de manera exponencial durante el siglo XIX con el idealismo absoluto de Hegel, la aparición del positivismo de la mano de Comte, la crítica de la religión de Feuerbach y el consecuente desarrollo del materialismo con Marx.

Y es así como la filosofía occidental, que había realizado un esfuerzo ímprobo para desligarse de la mitología debido a su insuficiencia argumentativa, rompió definitivamente con el dogma religioso al que se había unido de manera ilegítima cuando los primeros pensadores cristianos cometieron el error de querer racionalizar la fe.

De cómo sucedió esto último será tema para el siguiente capítulo. 




miércoles, 12 de febrero de 2014

¿Por qué?




“Cuando considero la breve duración de mi vida, absorbida en la eternidad que la precede y la que le sigue, el pequeño espacio que lleno y cuando, por lo demás, me veo abismado en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran, me aterro y me asombro de verme aquí antes que allá, ya que no hay razón porque esté aquí antes que allá, porque exista ahora más que entonces. ¿Quién me ha puesto aquí? ¿Por orden de quién me han sido destinados este lugar y este tiempo? El silencio de los espacios infinitos me aterra…”  
Blaise Pascal
                                                                                                                                                                       
Fue paseando por algún lugar de la costa mediterránea donde decidí poner por escrito -siempre que el tiempo y mi falta de constancia lo quisieran permitir-, las reflexiones que me han tenido ocupado desde hace ya varios años. Es posible que la evolución del pensamiento durante la vida de un hombre sea análoga a la historia del pensamiento de la humanidad, con una infancia en la que el raciocinio adormecido espera su despertar mientras que la mente absorbe experiencias, guiada momentáneamente por directrices externas. En el madurar de nuestro conocimiento, siempre llega el momento en que la razón despierta, y ansía entonces desligarse de las explicaciones recibidas durante la infancia y lanzarse a la tarea de buscar aquellas que la satisfagan de la mejor manera posible. Siguiendo con nuestra analogía, tras pasar una adolescencia de preguntas sin respuestas, de dudas y vacilaciones, acaece el momento en el que la razón intenta encontrar respuestas a esas preguntas, aunque de antemano sepamos que no existirá garantía de éxito, ni siquiera la certeza de que las conclusiones a las que llegue sean verdaderas.

¿Por qué existe algo en vez de nada? ¿Es el Universo autosuficiente o existe un Creador? ¿Es la existencia una entidad necesaria? ¿Habría sido posible una nada absoluta? ¿Surgió el Universo realmente de la nada? ¿Ha tenido un principio? ¿Tendrá un final? ¿Cuál es el sentido de nuestras vidas? ¿Tiene sentido un Universo sin mente en el que los únicos seres existentes (mientras no se demuestre lo contrario) con capacidad para pensarlo seamos nosotros? ¿Cómo ha surgido la vida? ¿Puede la evolución explicar la biodiversidad existente en el planeta? ¿Puede ser la inteligencia también producto de la evolución o es una prueba de la existencia del alma? Si Dios existe, ¿tenemos pruebas convincentes de su existencia? 

Estas son las cuestiones que todo hombre que presuma de sentido común y de poseer un mínimo de inteligencia debería de plantearse alguna vez en su vida. Que encuentre o no respuestas es otro cantar, pero deberá sentir la urgencia de intentar poner todo su empeño en resolverlas. No ha sido otra la finalidad de la filosofía y de la ciencia desde que el hombre empezó a pensar y no será otra la finalidad de esta pequeña obra. No se encuentra entre mis planes el conducirles de la mano en un viaje a través de la historia de la filosofía y las religiones en la búsqueda sobre los orígenes y el propósito de la existencia. Existen muchas y excelentes obras capaces de cumplir ese cometido. Además, debido a mi mediocre manera de pensar que, aunque moderadamente analítica quizás peque de ser demasiado sintética, suelo lanzarme de lleno al núcleo central de las cuestiones, evitando rodeos innecesarios que pienso podrían desviar mi atención del problema principal. Así que voy a sucumbir una vez más ante los defectos de mi pensamiento y, aunque sin abandonar la rigurosidad que estos temas merecen, me dejaré llevar otra vez por esa incorregible tendencia a simplificar los problemas en la búsqueda que ahora inicio. No seré tan presuntuoso para afirmar que las respuestas a las que llegue sean verdaderas, ni tan siquiera definitivas, pero no veo otra manera de hacer justicia a las capacidades que Dios o la naturaleza me ha concedido que el intentarlo con todas mis fuerzas. 

No somos dueños de las circunstancias que nos abocaron a la existencia y probablemente tampoco de aquellas que determinarán el futuro lejano y que acontezca tras nuestra desaparición, pero si hay algo que el hombre puede hacer antes de que forzosamente acabe su corta estancia en este mundo es poner todo el empeño y lanzarse a encontrar una explicación satisfactoria a esos, de momento, insondables misterios. Además de esa búsqueda, deberá hacer uso de esa otra capacidad posibilitada por la razón y que, pienso, nos caracteriza mejor que la simple posesión de inteligencia. Me refiero a la posibilidad que tiene el hombre de amar y de ayudar a sus acompañantes en este corto viaje. Estoy convencido de que sólo así podrá el hombre desaparecer para siempre, dormirse en el seno de materia y energía que posibilitó su existencia o despertarse en el paraíso prometido por las religiones, con la conciencia de haber otorgado la máxima dignidad posible a su fútil existencia.