lunes, 27 de febrero de 2012

Salvador



 

Desde ayer se me agolpan sin piedad recuerdos de la infancia. Son voces del pasado que, al menos en mi caso, se convierten en inevitables bofetadas de nostalgia. Doy gracias a Dios de que tengo la memoria atrofiada y, por tanto, sufro menos al no poder recordar nombres, lugares, situaciones y caras con la facilidad con la que lo pueden hacer otros. Pero de entre esos recuerdos asoma un hombre inmenso, de barba poblada y voz profunda donde las haya. Recuerdo su carcajada amplia, sus manos grandes, el trueno de su voz cuando se enfadaba y el brillo especial de sus ojos en las veladas con los amigos. Me imponía respeto, tengo que decirlo, pero a la vez, a su lado, uno podía sentirse protegido. 

La figura de Salvador es inseparable de la de mi tío Luis. Juntos acudían regularmente el club de ajedrez Drape Coti, donde pasé algunas tardes de mi infancia (probablemente aquellas en las que mi tío hacía de canguro y tenía que ocuparse de mi) y donde aprendí los movimientos de la torre, el caballo, el alfil y el peón. En algún sitio debe estar el carné de socio que me hicieron con cinco años. Recuerdo la pasión por el juego de esos jóvenes en la Orihuela de principios de los setenta, y todavía puedo rememorar el olor de aquellos tableros amarillentos y las partidas de espaldas contra una fila de contrincantes emulando al maestro Bobby Fischer quien, por aquellos años, se encontraba en el punto álgido de su carrera. Recuerdo los enfados monumentales de los dos en las partidas con control de tiempo y aún resuenan en mis oídos los golpes que ambos propinaban al reloj y el sonido almohadillado de las piezas al deslizarse rápido sobre la madera.

La última vez que los vi juntos fue en una calurosa noche hace un par de veranos, en un restaurante de la huerta murciana donde comimos, bebimos y reímos hasta la saciedad.

Salvador era parte de la familia, esa parte a la que desgraciadamente sólo puedes ver en bodas, bautizos, comuniones y funerales. Hoy se celebra el suyo y allí estará mi tío Luis, quien le acompañó hasta el final, hasta el último movimiento de esa rápida partida de ajedrez que es la vida.
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Inserto aquí el comentario de Luis y su homenaje a Salvador.

Muchísimas gracias por haber escrito en tu blog unos recuerdos tan hermosos de mi gran amigo Salvador, un hermano. Leí tu texto, justo antes de entrar al funeral, y me emocioné. Fue una persona tan buena que siempre se hacía querer por todos. Era de los que dejaba huella.
Adjunto aquí el pequeño homenaje que tuve ayer el honor de poder hacerle en su misa corpore insepulto.



SALVADOR
(26 de febrero de 2012)


SALVADOR, hace ocho meses, cuando los médicos te confirmaron que tenías un maldito cáncer, hablamos y entre amargos sollozos me decías:” Luis, todavía tengo que resolver muchas cosas, no quiero morirme, quiero ver crecer a mis nietos, quiero…” Y un torrente de lágrimas anegó tu rostro, y tu hermosa y profunda voz se desvaneció. Como ajedrecista que eres, intenté convencerte de que tenías que arrostrar sin demora la partida más difícil de tu vida contra el rival más esquivo, y que como mínimo esperaba de ti que hicieras unas tablas. No podía exigirle menos a un campeón que un justo empate contra la dolorosa enfermedad. Y creo sinceramente, Salvador, que no has perdido la fatídica partida que has librado contra el mal. Has luchado con valentía y le has plantado cara a un enemigo escurridizo, casi invisible.

No has perdido tú, ni vamos a perder nosotros, porque nos dejas la inmensa generosidad de un corazón vehemente, inabarcable en sus límites. Sí; hoy puedo proclamar al viento de levante, desde lo más profundo de mi alma, que eres la persona más generosa que he conocido en mi vida. Lo afirmo desde el maravilloso regalo que son los 47 años que perdura nuestra amistad: siempre lo has dado todo y nunca has pedido nada a cambio. Con tu muerte, Salvador, no solo pierdo al mejor de los amigos, mi corazón se ha cercenado.

Mari Nieves, sé que te sientes muy orgullosa de tu marido; Agustín, Salva, Neus, tenéis un padre oceánico, infinito. Vuestra orfandad será también la mía.

Salvador, aún te veo como el rapaz indómito que se bañaba en el río Segura, y, se recreaba a su vera con juegos imposibles en el misterioso molino familiar de la Trinidad. Aún te veo como el seminarista que, ungido por la fe divina, hacía proselitismo entre los chavales del barrio. Como el estudiante de canto en el Madrid de los Austrias que regalaba su voz en los mesones de la Plaza Mayor. Como el profesional de Turismo que descubrió el amor bajo el sky line de Benidorm. Como el campeón absoluto de ajedrez de la provincia de Alicante (¡vaya cabeza!). Como el empresario que creyó ser un obrero. Como el único “remador de nubes” (tuya es la metáfora) que he conocido en mi vida. Como el recolector de miles de partituras de canciones y obras maestras del bel canto. Como amante de las canciones de Paul Robeson y de la poesía vital del oriolano de más aire, Miguel Hernández, que en una de sus canciones escribió:

Muriendo los dos vivimos
porque penamos los dos.
Estaré sin verte, sí,
pero sin quererte, no.

Hace pocos días, Salvador, que hablamos por última vez. Ya tenías la certeza de que te rondaba el frío halo de la muerte: aún así, en un tono casi eufórico me dijiste. “Luis, ve buscándome una sala en Madrid, quiero volver a cantar”. Tenías proyectos.
Tu voz nunca se apagará.
Salvador, ¡eres muy grande! ¡Te queremos!