viernes, 29 de abril de 2011

Saber perder

Lo de estos cuatro clásicos me está dando que pensar. El deporte es una de esas actividades que nos distingue de los animales. Ningún animal “hace deporte” para perder unos kilos, o para divertirse, o por dinero. El deporte es una actividad esencialmente humana. Podríamos decir que el ser humano (ya dedicare otra entrada a definir el término) se distingue de los animales porque es capaz de practicar deportes, de implicarse en actividades que requieren esfuerzo físico y que no están relacionados necesariamente con la obtención de alimento o con el evitar ser comido. Pero el ser-persona-cuerpo-humano debería también distinguirse de los animales no sólo por la capacidad de practicar deportes sino por la manera en que lo hace. En todas nuestras actividades afloran los instintos más primitivos, aquello que nos recuerda que en el fondo somos animales, y en el deporte también ocurre.

En las competiciones deportivas se puede ganar o perder. La euforia de la victoria, la satisfacción de haber ganado  está muy relacionada con la satisfacción de instintos básicos: la presa cazada, la huida del depredador, la supervivencia de los más fuertes, la selección natural en definitiva. Pero lo que realmente hace del deporte una actividad básicamente humana no es el hecho de que lo practiquemos como divertimento, elevando a juego lo que en la naturaleza es ley; lo que realmente hace humana a la competición deportiva es el saber perder. Y esto es lo que echo en falta en los clásicos que estamos presenciando entre el R. Madrid y el Barcelona. Soy del Real Madrid. Es decir, apoyo al R. Madrid y me gusta cuando gana el R. Madrid pero no puedo soportar la agresividad, el odio, la batalla campal. El que el Madrid perdiera el otro día fue algo merecido. No hay más que ver el segundo gol de Messi teniendo delante a no menos que siete jugadores del equipo contrario. Fueron mejores y punto.

Importante en el deporte es disfrutar pero, más aún, lo que lo hace realmente humano es el saber perder.

miércoles, 27 de abril de 2011

El tartazo

En estos días de Semana Santa he leído una noticia que me ha llamado la atención. Sigo con el tema político-socio-religioso, pero es que lo tengo que contar.

El arzobispo-primado de Bélgica Mons. André-Joseph Léonard al que muchos conocerán por su libro “Razones para creer”, ha sido objeto en las últimas semanas de varias agresiones por defender la doctrina católica sobre el aborto y la homosexualidad. Esto es a lo que se dedican los jóvenes radicales, que se declaran progresistas, amantes de la libertad, respetuosos con los derechos humanos, el medio ambiente y la capa de ozono, cuando alguien contradice sus ideas de manera pacífica y razonada. Es un ejemplo de la manera de discutir razonablemente de estas personas.

También en España hemos presenciado hace poco la acción de ese tipo de jóvenes progresistas, aladides de la libertad, y... del  mal gusto, despelotándose en la capilla de la complutense de Madrid, meneando las manolas al aire, alardeando de manera blasfémica ante el altar de su condición homosexual.

¿Se considera usted, joven abortista y lesbiana-activista, digo, se considera usted cristiana/o y católica/o practicante? Por los ejemplos que hemos visto en las noticias y en los videos puedo imaginar que no, pues, ¿entonces? ¿Por qué les molesta tanto a ustedes, gays y lesbianas del mundo unidos, que este señor diga lo que le parezca sobre la homosexualidad y el aborto? ¿No le debería a usted ponérsela más que floja lo que los católicos opinemos sobre este asunto? Oiga: ¿Le está impidiendo alguien el que usted se acueste con quien quiera, o imponiendo el que usted deje dar, o de recibir, por donde a usted le gusta?

Me pregunto también, como tantos y tantos en la blogosfera, por qué no hacen lo mismo con aquellos que cuelgan de una grúa hasta la muerte a jóvenes homosexuales en Irán o se dedican a la ablación del clítoris que afecta en la actualidad alrededor de unas 135 millones de mujeres y niñas indefensas en el mundo (que, por cierto, nada tiene que ver con el Islam pero que algunos radicales han adoptado como norma) o aquellas que tienen que ocultar su rostro para el resto de sus días tras una máscara de hierro. ¿Por qué no se van a las mezquitas a gritar y a desnudarse para reivindicar los derechos de las mujeres? ¿Por qué no entran, digo, en la mezquita de su ciudad y se van bailando a enseñarle sus saltarinas manolas al imán de turno?

Me impresiona la serenidad de este hombre tras los tartazos. Supongo que en ese momento se acordaría de Aquel otro que dijo aquello de que si a él le trataban de esa manera...

Pues eso, de momento a recibir tartazos.


jueves, 21 de abril de 2011

La puerta, el pan y la lavada de pies

Sucedió hace un par de miles de años en esa ciudad eterna llamada Jerusalén. Hoy los expertos, incluido el Papa en su último libro, todavía discuten sobre si sucedió un martes, un miércoles o un jueves o si el acto fue el ritual judío de la cena de Pascua, la Pésaj, o una cena corriente entre amigos. Según las informaciones de las que disponemos no podemos saber si se comió cordero o no. Lo que sí sabemos es que el líder de ese grupo identificó su cuerpo con el pan y su sangre con el vino que allí se estaba bebiendo. Imagino la cara de póker de los allí reunidos. Yo tampoco hubiera entendido nada. Hoy tampoco lo entiendo. Para los hermanos protestantes, seguidores también de ese carismático líder, ese hecho fue sólo una metáfora, un símbolo, cómo cuando nos dijo que El era la puerta por la que había que entrar, y no por ello nos ponemos de rodillas delante de una puerta bendecida en una iglesia. El problema es que el símbolo de la puerta sí se entiende como símbolo, el del pan y el vino no. Para ser un símbolo de alimento o de vida, el ejemplo debería haber sido pan y agua pero…. ¿VINO? Ya lo había anunciado a sus amigos en Cafarnaúm:

«Si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí ». (Juan 6, 53-57)

Cuentan que algunos, al oír esto, se acojonaron o le tomaron por loco y se fueron. No me extraña, si alguien me dijera que me tengo que comer su carne “a bocaos” y beberme su sangre para tener vida eterna, saldría disparado pensando que me he topado con una especie de secta de vampiros caníbales.

Pero no hubo desbandada cuando este Hombre habló de que Él era la puerta. Porque aquello sí que se entendió como un ejemplo. Él era COMO la puerta por donde había que entrar. … pero ¿esto? Esto era otra cosa. Aquí dijo que se lo tenían que comer….. vamos como el final de la novela “El perfume” y eso es muy pero que muy fuerte.

Pero volvamos a la noche de la famosa cena. Marcos lo cuenta así:

«Y mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio y dijo: Tomad, este es mi cuerpo

No sé si alguien se ha dado cuenta en que hay una gran diferencia entre decir “yo soy la puerta, o el camino” (símbolo o metáfora) o decir “esa puerta o ese camino soy yo” (locura, tontuna o idiotez). Aquí dice que ese trozo de pan que tiene en sus manos es su carne.

Lo dicho, yo no hubiera entendido absolutamente nada, ni creo que lo que estuvieran allí fueran capaces de entenderlo tampoco, lo que sí sabemos es que después de que sucediera:

«cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos

Probablemente salieron todavía cantando, danzando y sobre todo aliviados de no haber tenido que comerse a su rabbi allí mismo pero seguro que con un cacao en la cabeza monumental.

Durante la cena pasó otra cosa interesante. Seguimos con Juan. En un momento determinado:

«se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla».

Cuando le tocaba el turno a Pedro, va y le dice:

«Señor, ¿me vas a lavar tú a mí los pies?» y le responde Jesús:

«Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde».

Le dice Pedro que ni de coña: «No me lavarás los pies jamás». Jesús le responde: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo».

Y Pedro, otra vez sin entender nada pero con el miedo de perder la amistad con ese Hombre al que seguía y por quien había dejado a su mujer, a sus hijos e incluso a su suegra le suelta aquello de:

«Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza», vamos, que si podía ser, que lo duchara allí mismo.

Pero Jesús le dijo que no se pasara que eso no hacía falta y les explicó:

«¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis "el Maestro" y "el Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. »

Ayer alguien me llamó por teléfono y me pidió si esta noche, recordando aquella otra de hace más de dos mil años, podría ser uno de los doce a los que el sacerdote le lavara los pies. Es curioso, al principio he reaccionado negativamente, más por vergüenza que, como Pedro, por sentirme indigno, pero enseguida me acordé de este pescador y del pasaje del evangelio y acepté. Para limpiar la mierda acumulada en mi vida no me valdría sólo con lavar "lo pies, las manos y la cabeza", a mí me tendrían que dejar tres días a remojo y despues frotar hasta que saliera el agua negra como el tizón.

Esta noche celebraremos como hace dos mil años la cena y, sin entenderlo, nos comeremos a Jesús para así, y aunque nos tomen por locos y como Él nos prometió, alcanzar la vida eterna y ser resucitados en el último día.

miércoles, 13 de abril de 2011

El gran apretón

Ya sé, ya sé, la entrada de hoy no se corresponde con el nivel que se espera de un doctor que llegó a formar parte de la aristocracia de la inteligencia pero lo voy a contar. No me lo puedo callar porque mi mujer lleva ya tres cuartos de hora riéndose sin parar. Pues me ha sucedido lo que sabía que algún día me tenía que pasar. Tengo un reloj interno, una alarma que no me deja salir a la calle tras desayunar sin haberle dicho a Roca que voy a salir. Hoy me he saltado la costumbre y es bien sabido que las tradiciones deben respetarse por nuestro bien. Hoy no lo he hecho y, aunque un pajarillo ahí detrás de la oreja me repetía sin cesar: “¡peligro, peligro… te vas sin haber resuelto tu problemilla de después del café!”, he decidido no prestar atención a mis manías sicológicas que me tienen atado desde la más pura infancia. Me he dicho: “¡coño, sé valiente… que no va a pasar nada!”. Y he salido a la calle: duchado, afeitado, desprendiendo olor a “after shave” y con una seguridad… vamos, con la intención de comerme el mundo. Camino del colegio he empezado a notar los primeros síntomas. Me he dicho:

“Sé valiente, eso es sólo tu cabeza, ya te lo dijo el doctor Manjón (le cambio el nombre por aquello de las susceptibilidades) ya anciano hace treinta años cuando en su consulta le preguntaste si el problema podría ser de colon irritable":

-“Usted es joven, levántese por la mañana y ofrezca su día Dios, rece una jaculatoria y láncese a comerse el mundo, haga deporte y no se preocupe por su “problema” que está sólo en su cabeza”.

El doctor Manjón -creo que ya no vive- era uno de esos cristianos de “en medio del mundo” que se tomaba muy a pecho eso de santificar su trabajo ordinario. Salí de la consulta asombrado por los consejos medico-religiosos de este buen hombre y con la seguridad –mi madre lo puede contar- de que todo estaba en mi cabeza y que, cuando me diera el apretón, con un par de jaculatorias todo se solucionaría. Yo, por si acaso, añadía a la terapia aquello de pensar en enanitos saltando por un prado salpicado de amapolas. Hoy no me ha valido ni las jaculatorias ni los enanitos. De vuelta del colegio y a menos de cinco minutos de mi ansiado destino he sentido que me iba por la pata abajo. Me he acordado (siempre me pasa en estas situaciones) de aquel sucedido que me contó mi padre sobre el juez de Orihuela que se cagó en medio de una vista oral y quien, tras acabar el juicio y mandar salir a todos, se quedó sentado y notificó al conserje que no abandonaría la sala hasta que su querida esposa le hubiera traído unos pantalones limpios. He sudado lo insudable, y he pensado que lo peor que me podía suceder no pasaría de una evacuación de emergencia en la "fregoneta" que conduzco y que tras una buena limpieza nadie notaría.

También me he acordado de otras situaciones similares en Valencia cuando, camino de la Universidad y atravesando los Jardines del Real, tenía que tumbarme en un banco y esperar a que pasara el apretón. Aún recuerdo las caras de los residentes del colegio mayor donde vivía cuando me descubrían a las ocho de la mañana tirado como un borracho, pálido, en medio del parque.

A cuatro minutos exactos de mi destino, sin la posibilidad de parar en ningún bar y después de haberme roto la manga de la camisa a mordiscos he divisado el ”Club Cowboy” de Regensburg. El Club Cowboy es un lugar donde los nostálgicos del Far West se reúnen a cabalgar y a bailar vestidos de vaqueros. En la entrada hay una caravana típica con su lona blanca y todo. Como me resistía a montarla dentro del coche que limpié concienzudamente este fin de semana, he aparcado la furgona en la entrada del club, me he aprovisionado de un buen trozo de papel y me he posicionado entre la caravana (que no dentro, porque tampoco era de recibo el dejarles el regalito allí mismo) y un par de árboles que me cubrían de la calle principal. Me da vergüenza decirlo pero he sido más rápido que Billy el Niño. En veinte segundos estaba de vuelta en mi furgona, con una sonrisa en los labios, oyendo la canción “Under Presure” (nunca mejor dicho) de Queen (que por cierto cumple cuarenta años en estos días) y con la tranquilidad de haber desalojado a tiempo he rezado, ahora sí, una jaculatoria en acción de gracias.

Y mi mujer aún no ha parado de reírse.

lunes, 11 de abril de 2011

El arroz

Pues como lo prometido es deuda, aquí está el informe tras el fin de semana. Lo he conseguido, he cumplido hasta la última línea de la lista. Ni me podía imaginar que uno pudiera hacer tantas cosas sin proponérselas en un fin de semana. A parte de todos los planes previstos, los niños asisitieron incluso a un partido de beisball el sábado y así pudieron olvidar todos los de fútbol que, degraciadamente, perdieron. A Luki le metieron cuatro goles imparables por su estatura y el tamaño de la portería, pero salió animado porque hizo un par de paradas buenísimas. Este fin de semana he tenido incluso tiempo para limpiar a fondo los dos coches familiares que más parecían transportes de animales que otra cosa. Pero lo significativo, lo más importante (descontando la vuelta a casa de la jefa) fue el arroz. Y es que ayer por la noche tuve el placer de meterme entre pecho y espalda un arroz y costra, plato típico de Orihuela (tu pueblo y el mío) preparado por una insigne abulense -que aprendió la receta de mi querida abuela- y cocinado en Madrid pocas horas antes. Me lo trajo la presidenta, a quien recibimos con vítores en Munich  y que ha vuelto a tomar las riendas de la familia. Mientras saboreaba esa delicia y casi en estado de éxtasis (los oriolanos sabrán de lo que estoy hablando) me dió por pensar en Don Juan de Austria, hijo natural de Carlos V y Bárbara Blomberg, nacido en Ratisbona (desde donde escribo esta tontería) y enterrado en San Lorenzo del Escorial. Pensaba en su real padre, en los viajes que se pegaba de Madrid a Ratisbona que duraban semanas y que, aunque al llegar se beneficiara a la hija de la posadera, nunca habría tenido la posibilidad de disfrutar en la ciudad bávara de un plato oriolano cocinado pocas horas antes en la capital española. Perdonad el desvarío que, estoy seguro, es consecuencia del estrés del fin de semana.

Me manda Luis la foto actual del evento sucedido ayer en la que se muestra la cazuela original (heredada de su madre, mi abuela) donde se cocinó tan magnífico plato

jueves, 7 de abril de 2011

La lista

Se acaba de marchar la presidenta de nuestra familia a pasar unos días invitada por mis queridos tíos Luis y Pilar a Madrid. La hemos animado todos a que descanse unos días… luego se comprenderá mejor. La verdad es que la perspectiva de quedarme sólo nos días con mis cuatro hijos no me parecía una idea del todo mala: tendría más tiempo para pasar con ellos y de encargarme personalmente de cada uno/a.
Ayer mi jefa me dio la lista de las cosas que tengo que hacer desde hoy jueves al domingo. La he escaneado para probar la veracidad de lo que cuento. Pues resulta que este fin de semana es de los más apretaditos que hemos tenido desde hace tiempo. Os cuento. Desde hoy hasta el domingo tengo que:

1.       Llevar a dos niños a clase de piano

2.       Conseguir que uno llegue al entrenamiento de fútbol

3.       Recoger a todos del colegio junto con un amiguito.

4.       Prepararlos para que mañana lleguen puntuales

5.       Esta noche concierto de los Wise Guys al que asistiré con tres de mis hijos

6.       Tres partidos de fútbol de liga (tengo un hijo delantero, otro defensa y un portero)

7.       Dos fiestas de cumpleaños

8.       Mañana dos de ellos tiene que vestir de rojo para una foto del colegio

9.       Cocinar para todos

10.   Ayudar a duchar a los más pequeños

11.   Ayudar con los deberes

12.   Practicar piano y flauta

13.   ……

Tengo que decir que mi santa lo ha organizado todo estupendamente y sólo me tengo que dejar guiar por la lista…. si consigo procesar todos esos datos correctamente.

Ya os diré la semana que viene cómo me encuentro….

miércoles, 6 de abril de 2011

Los liquidadores

Así se llamó a los hombres movilizados tras el accidente de Chernobyl en 1986. Fueron unas seiscientas mil personas entre voluntarios, soldados y obreros quienes se encargaron de limpiar y  construir un sarcófago para contener la radiación. Podían trabajar en turnos de cuarenta segundos que, según testimonios personales, se hacían eternos y con la clara conciencia de que se enfrentaban de cara a una muerte que ni se veía, ni se podía oler. Muchos fueron despedidos con cien rublos y un apretón de manos. Tuvieron que luchar para que el gobierno accediera a conceder pensiones a las familias de los afectados. Según algunas estadísticas, entre 50.000 y 100.000 liquidadores fallecieron como causa directa de la radiación y unos 160.000 sufrieron seriamente las consecuencias de la misma y fueron declarados inválidos. Los pilotos y copilotos de los helicópteros que se emplearon en la acción murieron a los pocos días. Muchos de ellos fueron obligados a trabajar, otros, como ha ocurrido en Fukushima, se ofrecieron voluntariamente por llevar un salario a la familia. A los liquidadores de  Japón se les ha llamado también los “samurais nucleares” pero, según algunos medios de comunicación, muchos se han ofrecido por dinero y han restado romanticismo a la acción de ofrecimiento de sus vidas por salvar las de los demás. Hay testimonios de personas mayores que, sabiendo que con ellos la radiación tiene poco material y tiempo con qué cebarse, se han ofrecido voluntariamente para sustituir a los jóvenes.
Obligados por las autoridades o por las circunstancias, independientemente de las motivaciones que hayan movido a estos hombres una cosa es cierta: que están ofreciendo sus vidas por salvar las de los demás y lo saben y eso produce mucho pero que mucho respeto.