miércoles, 26 de noviembre de 2008

La tocahuevos

La señora Almudena Grandes es más tonta y no nace. Esta beligerante retrasada miliciana, trasnochada y tocahuevos, se dedica ahora a remover otra vez la mierda de la guerra civil con un articulito en el diario El País a raíz de la tontería de si sería conveniente la instalación o no de una placa conmemorativa de sor Maravillas en el edificio del Congreso. Se ríe y desprecia a las monjas como ya se hizo en aquel triste año de 1936 a la vez que insulta a los católicos de hoy. Esta tonta'lhaba desprecia la Ley de Amnistía del 77 porque absolvía a gente de un bando olvidando que también lo hacía con los asesinos del bando al que ella se ha apuntado con medio siglo de retraso. Esta tonta del culo no tiene –ni yo tampoco porque nací treinta años después- ni la mas pajolera idea de lo que fue la guerra civil pero se dedica a recordarnos como se sentirían las monjas, pobres monjas, en manos de jóvenes milicianos sudorosos. Eso es ser una irresponsable tocapelotas y ya demostró que lo era cuando afirmó que cada mañana fusilaría a dos o tres voces que le “sacaban de quicio”. Ahora dice que se exiliaría a Méjico, ¡Pues váyase de este país y deje a los muertos y a los vivos en paz con sus ajadas obsesiones guerra-civilistas! Hasta en su mismo diario -co-responsable de seguir echando leña al fuego dividiendo a españoles que ni siquiera vivieron esa mierda de guerra- le han contestado; y ha sido la pluma de Antonio Muñoz Molina la que ha intentado poner orden y acallar esa voz destemplada que sólo esputa rencores y resentimientos y que sigue intentando sembrar este país de antiguas deyecciones partidistas. Señora Almudena Grandes sí, váyase a México o a la puta mierda, pero déjenos de una vez en paz a los que intentamos vivir alejados de los fantasmas de nuestro triste pasado común.


ELPAIS.com
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 25/11/2008
En su artículo del 24 de noviembre, Almudena Grandes hace lo que tal vez intente ser una broma acerca de una monja en el Madrid del comienzo de la Guerra Civil: "¿Imaginan el goce que sentiría al caer en manos de una pandilla de milicianos jóvenes, armados y -¡mmm!- sudorosos?". ¿Estamos ante la repetición del viejo y querido chiste español sobre el disfrute de las monjas violadas? No hace falta imaginar lo que sintieron, en los meses atroces del principio de la guerra, millares de personas al caer en manos de pandillas de milicianos, armados y casi siempre jóvenes, aunque tal vez no siempre sudorosos.
Basta consultar a historiadores fuera de toda sospecha o -ya que nos preocupa tanto la recuperación de la memoria- recuperar el testimonio de republicanos y socialistas sin tacha que vieron con horror los crímenes que se estaban cometiendo en Madrid al amparo del colapso de la legalidad provocado por el levantamiento militar.
Ni a Manuel Azaña, ni a Indalecio Prieto, ni a Arturo Barea, ni a Julián Zugazagoitia les costó nada imaginar la tragedia de tantas personas asesinadas por esas pandillas no siempre incontroladas que preferían mostrar su coraje sembrando el terror en Madrid en vez de combatiendo al enemigo en la sierra. Casi todos ellos hicieron lo poco que podían por salvar a inocentes: a Juan Negrín no le fue nada fácil evitar que asesinaran a su propio hermano fraile. Y todos ellos sabían el daño que esos crímenes estaban haciendo internacionalmente a la justa causa de un régimen legítimo asaltado por una sublevación sanguinaria e inicua. Almudena Grandes habla de exiliarse a México: cuando leemos artículos como el suyo y como tantos otros que por un lado o por otro parecen empeñados en revivir las peores intransigencias de otros tiempos, algunas personas nos sentimos cada vez más extrañas en nuestro propio país.

jueves, 20 de noviembre de 2008

El gimnasio (III y fin)

En este gimnasio hay dos saunas y baño turco y este área es… zona mixta. A este apartado erótico-festivo accede cada poseedor del sexo contrario desde sus vestuarios, que sí se encuentran separados. Ahí nos juntamos hombres y mujeres a sudar la marrana después de haber sudado otro tanto sobre las máquinas saca-bola. No sé si en España esto de la sauna revolicá-pa’ tos juntos es normal. Aquí, en Alemania es lo más normal del mundo. Cuando aquel día volví a casa con los ojos como platos contándole a mi mujer lo que había visto me dijo que no le diera demasiada importancia, que era lo normal. Lo dicho, aquí en centro Europa el hecho de verle las milongas sentimentales a la señora que diez minutos antes has tenido al lado levantando pesas y haciendo ejercicio sobre las elípticas es de lo más normal. De hecho es fácil que se te clasifique de perverso viejo verde anticuado y retrógrado si eres de la opinión contraria. Así que me dispuse a cambiar mi esquema español y darle una colleja a mi pudor herido nada más se dispusiera a soltarme eso de que revueltos sólo los huevos y para desayunar. Aquel día, después de hacer mi programa de ejercicios y correr durante media hora enfrente de diez paneles de televisión de los cuales ocho emiten continuamente programas donde mujeres –siempre son ellas- aparecen cantando, o actuando, o vendiendo niveas, o son la carnaza en programas donde se eligen los mejores culos y las mejores tetas, siempre mostrando mucho más de lo que se atreverían a hacer delante de sus madres, me dispuse a relajarme un poco y a amortizar los cincuenta euros que pago mensualmente. La sauna estaba vacía, situación ideal para las personas como yo, llenas de complejos. Le di la vuelta a uno de los relojillos de arena que controla el tiempo de cocción y extendí mi toalla en un rinconcillo de la habitación, donde un hilo musical dejaba escuchar tonos de pajarillos exóticos que, de estar allí metidos todo ese tiempo, habrían perdido con seguridad la alegría que reflejaban sus trinos, convertidos éstos en estertores agónicos a los cinco minutos de ese antinatural baño de calor. A los cinco minutos entraron dos armarios alemanes, blancos como la leche y se sentaron al otro lado. Y a los diez apareció la sujeta. Entró despelotá, pornográfica, con las cantimploras bailándole de un lado a otro y destilando una seguridad en si misma envidiable. Nos saludó a todos, avivó los vapores que emanaban las piedras y… se sentó a mi lado. Tengo que decir que los más de ochenta grados, los agobios agónicos que le entran a uno y la tenue iluminación de la sauna evitaron que otros pajarillos aparte de los digitales -que continuaban con sus trinos, insensibles al calor- se pusieran tontos y dieran el cante. No, es absolutamente imposible, te lo digo yo. Es que, a esas temperaturas te da igual que fuera la mismísima Heidi Klum la que se sentara a tu vera y te guiñara un ojo. Bueno, a ésta siempre la acompaña un negraco de espanto o sea, que te quedarías igual de impasible por si acaso. A lo que iba, al poco tiempo, y antes de que el reloj me marcara los quince minutos de rigor, salí como un poseso buscando una bocanada de aire fresco y la ducha. Los alemanes detrás de mí. Y eso de que aquí todo el mundo está acostumbrado al destape mixto nada de nada. El que una jamelga te muestre sus poderíos y tú te muevas retrocediendo escondiendo tus defectos no es normal ni siquiera en Alemania, lo sé porque ya en la ducha, los armarios made in Germany, se dedicaron todo el tiempo a comentar como perversos viejos verdes anticuados y retrógrados lo que nuestros ojos habían contemplado entre trinos de pájaros de metal a más de ochenta grados Celsius de temperatura.

La foto es broma, el caso real y se puede encontrar en intenné. Un tío se metió a la sauna antes de irse a la cama pero depués de haberse bebido casi medio litro de coñac francés. El tipo explotó y se incendió con el resultado trágico de muerte. Muerte en la sauna. ¡Es que hay gente que no tiene cabeza pa´na!

miércoles, 19 de noviembre de 2008

El gimnasio (II)

Como contaba hace unos pocos días estoy apuntado y me he convertido en visitador asiduo de un gimnasio. El precio es de unos cincuenta euros al mes pero, a parte de las máquinas saca-bolas y de ejercicios cardio, también hay una sala de Wellness –como se dice aquí en Alemania-, o SPA, con un baño turco, dos saunas y una sala de relajación. La verdad es que después de casi mes y medio he conseguido bajar cuatro kilos a base de sudar en las elípticas y de pegarme carreras sobre la cinta de correr. Lo de la cinta de correr tuvo su intríngulis. Al principio no estaba previsto por mi entrenadora (porque tengo entrenadora en vez de entrenador) el que la utilizara, pero con el tiempo he ido soltándome y me gusta probar esta máquina o aquella así que un día después de haber observado a los correcaminos que se hacen distancias monstruosas sin moverse del sitio, decidí llegado el momento de atreverme con la cinta. En mi gimnasio hay una sala común plagada de televisiones y animada con hilo musical donde se encuentra la mayoría de los aparatos; pero también tiene una mini sala donde se puede hacer lo mismo pero si el chunchunchun de la música de fondo y sin que te bailen los ojos de monitor a monitor entre los diez que hay instalados en fila delante de las máquinas de ejercicios cardio. Elegí ese lugar para iniciarme en el arte de correr sin moverme del sitio. Elegí este sitio porque me daba vergüenza el empezar a probar una máquina que tiene más botones y lucecitas que la cabina de un Boeing 737 enfrente de una retahíla de expertos y, sobre todo, de expertas que estarían fijándose en cada uno de mis movimientos. Pero lo que de verdad me aterrorizaba, lo que me producía un espanto indescriptible y ni siquiera me atrevía a imaginar era la situación en la que justo después de activar la dichosa máquina y empezara ésta a aumentar su velocidad de manera gradual bajo mis pies, perdiera el control sobre la misma y acabara enganchándome con los brazos de cualquier modo al tablero de mandos intentando recuperar el control sobre mis piernas que se habrían visto sorprendidas por un suelo que habría cobrado vida de repente y al que no estaban, pobres, en ningún modo acostumbradas. Me acojonaba, sí, me acojonaba el montar una escenita tipo Jerry Lewis encima de la dichosa cinta. Gracias a Dios todo acabó bien y pude de manera gradual acostumbrarme a correr sin moverme del sitio. La verdad es que, al principio, es una sensación extraña ya que el cerebro está acostumbrado a registrar que las cosas van desapareciendo a derecha e izquierda de nosotros conforme vamos avanzando. Pero aquí no, una vez sobre la cinta nada desaparece, si acaso aparecen, aparecen aquellos y aquellas (¡ay, aquellas!) que al pasar junto a ti se fijan en el nivel al que has configurado la cinta y cuanto tiempo llevas dando saltitos sobre ella para darse cuenta de que, tras cinco minutos de “correr-sin-correr-pero-engañando-a-mi-cuerpo-haciendo-como-si-corro”, se escuchan más resoplidos y jadeos que si hubiera intentado jugar un partido de fútbol después de fumarme una cajetilla de tabaco. Por cierto, ¿sabíais que Cruyff fumaba Camel sin filtro en el descanso de los partidos de fútbol cuando estaba en el Barcelona?
A lo que iba, al final me acostumbré a la cinta y mi cerebro también. Ya no me mareo al acabar mi tiempo de jogging estático y, tengo que decir, que he conseguido superar uno más de mis complejos y ya me atrevo a correr en la sala común enfrente de todos esos monitores de televisión que nos machacan continuamente con mierda publicitaria y, sobre todo, nos obsesionan para que sigamos perseverantes en nuestro culto al cuerpo. Pero de esto ya hablaremos mañana, si tengo tiempo.

viernes, 14 de noviembre de 2008

El gimnasio (I)

Me he apuntado a un gimnasio. Al finalizar el verano y con unos kilillos de más recordé los días en los que frecuentaba uno del tipo recuperación y rehabilitación médica y que me ayudó a mantener la figura y sobrellevar un problemilla de espalda. Este año me he buscado otro donde también se puede hacer ejercicios aeróbicos y además tiene baño turco y sauna. Pero este es distinto, muy distinto. Así como en mi antiguo y aburrido gimnasio sólo había personas mayores y algún que otro joven un poco escoñao como yo mismo, en el nuevo “super-fitness-saca-bola” he descubierto un mundo. El mundo del culto al cuerpo. Y hay pa’contar y no acabar.
Uno (bueno, yo) entra allí el primer día con el típico miedo a lo desconocido y al cruzar la puerta te das cuenta de que te cuelgan del cuello carteles donde con letras gordas están escritos todos lo complejos que se han ido acumulando durante años en relación con tu cuerpo. Te parece que todo el mundo los lee y los memoriza mientras que no cesan de darle a la máquina de bíceps o de correr sobre la cinta. Y tú que te crees mirado y observado aunque, de hecho, nadie ha reparado en tu presencia, te arrugas y empiezas a hacer tus ejercicios despacio, sabiéndolos vanos. Uno no se fija en los que son como él, que hay muchos. Uno se fija en las carencias propias y lo hace sobre todo cuando ve las ganancias de los demás. Y en mi gimnasio hay mucha ganancia. Se ven tíos que parecen haber nacido en un banco de abdominales y que nada más nacer, y antes de pedir teta, se habrían trabajado el abdomen hasta dejarlo como una pastilla de chocolate. Hay otros que, usando todavía pañales y en un descuido de la madre, se engancharon a la máquina de musculación de bíceps y no han parado desde entonces. La gran mayoría son poseedores de una cinturilla trabajada tipo Madelman y una espalda mas ancha que la cara de los que se dedicaron en este país a negar la crisis durante tanto tiempo. Y lo peor no es eso. Lo peor es cuando quien te mira es una “ella”. “Ella” que, con permiso de mi mujer que también me lee, parece haber volado desde el Olimpo de las Bollicaus y aterrizado en unas elípticas justo enfrente de ti. Y tú en ese momento no te has dado cuenta y has empezado a usar una máquina que Mister Proper utilizó antes y había configurado para levantar una vaca y ves que no puedes, que no, lo intentas resoplando pero no puedes. Y “ella” que observa como tienes que abandonar y cambiar de pesas de manera que cualquier niño podría manejarlas ahora. Y encima hace una mueca, y te dedica una media sonrisa burlona mientras sigue subiendo y bajando en las elípticas sus caderas perfectas. Luego están los especímenes que se pasan minutos enteros entre aparato y aparato mirándose en el espejo observando el crecimiento milimétrico y diario de sus queridos y ansiados musculillos. ¡Y no sienten ningún tipo de vergüenza! Eso sí es tener confianza en uno mismo. Yo, por supuesto, en camiseta de mangas normales, ellos con camiseta sin mangas, para que se vea más. Ahora me voy al gimnasio, pero continuará…